El fútbol en una redacción es una delicatessen, una experiencia reservada para una estirpe de elegidos. Un selecto grupo salvaje que no tiene horarios, ni festivos, ni fines de semana y que aprovechan el rito para expulsar todas las frustaciones acumuladas en años de profesión y desajustes familiares.
Puedo contar mi estancia en el periódico por Mundiales. Me subí al barco hace cuatro, en el Mundial de 1998. Aquél campeonato francés que regaló al mundo la elegancia y el saber templado de el gran Zidane, y que tuve que seguir a través del enorme televisor de mi vecino de enfrente. Hasta que mi vecino se asustó y bajó la persiana, y decidí que verlo en el periódico era menos inquietante para todos.
Avanzado el campeonato, Francia dirimía su duelo con Italia en los penalties mientras a escasos metros de allí, los jefes mantenían la reunión de primera edición. Cada penalti era celebrado entre saltos y gritos por varias decenas de periodistas, jóvenes y veteranos que, huérfanos ya de España, nos habíamos sumado a la causa bleu. En medio de aquel clamor, la figura del gran Tomás Roncero destacaba. Saltaba, gritaba, se retorcía como si estuviese poseído. Primero fueron dos avisos. Al tercero, de la sala de reuniones salió uno de los subdirectores y disolvió la manifestación de dos voces, para terminar recriminando a Tomás: “¡Tommy, coño, da un poquito de ejemplo!”. Roncero le miró con las orejas gachas y soltó: “Vale hombre, no te enfades, vamos a tener un poquito de criterio…”
Roncero, hoy mundialmente conocido, era un compañero entrañable. En cierta ocasión, sonaba el himno de Francia. Los himnos tienen algo que te hacen cuadrarte, aunque no sean el tuyo. Se suelen escuchar con respeto y emoción. Emoción que desbordó a Tomás (ya de por sí desbordado…) y que le hizo exclamar: "La Marsellesa, tío… eso sí que es un himno, coño, y no el nuestro, chunda-chundaaaa…¡Venga, hombre!”
Para el mundial de Corea y Japón ya tenía mi propia tele, pero prefería seguir viéndolo en el periódico. Especialmente emocionante fue el partido contra Irlanda, en octavos. Todo el partido sufriendo, España se desinfló y llegamos a la prórroga. Cundió el desánimo entre los muchos que lo seguíamos en el pequeño monitor que tenían los chicos de deportes, pensando que nos pasaría lo de siempre. Hasta que Carlos Carbajosa, amigo y periodista, saltó de su silla y empezó a gritar como un loco: “¡Vamos hombre! ¡España! ¡Espaaaññaaaaa!” y aplaudía cada saque de banda como si hubiésemos metido un gol. Y nos lo contagió. Y entre gritos y aplausos llegamos a los penalties y ganamos. Y nos abrazamos saltando, febriles, porque era la primera tanda que ganábamos en la historia. Y creo que el bueno de Charly tuvo mucho que ver en todo aquello, con su irracional ataque de fe en España. Nunca he vivido un partido tanto como áquel, ni en la tele, ni en un campo…
Puedo contar mi estancia en el periódico por Mundiales. Me subí al barco hace cuatro, en el Mundial de 1998. Aquél campeonato francés que regaló al mundo la elegancia y el saber templado de el gran Zidane, y que tuve que seguir a través del enorme televisor de mi vecino de enfrente. Hasta que mi vecino se asustó y bajó la persiana, y decidí que verlo en el periódico era menos inquietante para todos.
Avanzado el campeonato, Francia dirimía su duelo con Italia en los penalties mientras a escasos metros de allí, los jefes mantenían la reunión de primera edición. Cada penalti era celebrado entre saltos y gritos por varias decenas de periodistas, jóvenes y veteranos que, huérfanos ya de España, nos habíamos sumado a la causa bleu. En medio de aquel clamor, la figura del gran Tomás Roncero destacaba. Saltaba, gritaba, se retorcía como si estuviese poseído. Primero fueron dos avisos. Al tercero, de la sala de reuniones salió uno de los subdirectores y disolvió la manifestación de dos voces, para terminar recriminando a Tomás: “¡Tommy, coño, da un poquito de ejemplo!”. Roncero le miró con las orejas gachas y soltó: “Vale hombre, no te enfades, vamos a tener un poquito de criterio…”
Roncero, hoy mundialmente conocido, era un compañero entrañable. En cierta ocasión, sonaba el himno de Francia. Los himnos tienen algo que te hacen cuadrarte, aunque no sean el tuyo. Se suelen escuchar con respeto y emoción. Emoción que desbordó a Tomás (ya de por sí desbordado…) y que le hizo exclamar: "La Marsellesa, tío… eso sí que es un himno, coño, y no el nuestro, chunda-chundaaaa…¡Venga, hombre!”
Para el mundial de Corea y Japón ya tenía mi propia tele, pero prefería seguir viéndolo en el periódico. Especialmente emocionante fue el partido contra Irlanda, en octavos. Todo el partido sufriendo, España se desinfló y llegamos a la prórroga. Cundió el desánimo entre los muchos que lo seguíamos en el pequeño monitor que tenían los chicos de deportes, pensando que nos pasaría lo de siempre. Hasta que Carlos Carbajosa, amigo y periodista, saltó de su silla y empezó a gritar como un loco: “¡Vamos hombre! ¡España! ¡Espaaaññaaaaa!” y aplaudía cada saque de banda como si hubiésemos metido un gol. Y nos lo contagió. Y entre gritos y aplausos llegamos a los penalties y ganamos. Y nos abrazamos saltando, febriles, porque era la primera tanda que ganábamos en la historia. Y creo que el bueno de Charly tuvo mucho que ver en todo aquello, con su irracional ataque de fe en España. Nunca he vivido un partido tanto como áquel, ni en la tele, ni en un campo…
El loco Fernando (de azul), Sanchidrián (de rojiblanco) y Llamas (en primer término) viendo a su Atleti el último día de Pradillo 42. Herguedas, de blanco madridista, hace como que no ve... FOTO: Mario Benito.
Mundiales aparte, las noches de Europa han dado miles de anécdotas. En deportes había un tiranosaurio de juguete encima de la tele. Pocos segundos después de que Redondo volviera del revés Old Tradford con un taconazo inolvidable, Roncero tenía abrazado aquel dinosaurio de plástico contra su entrepierna. Sus pequeños bracitos se quedaron sujetos al pantalón y ante la carcajada general se paseó por toda la redacción corriendo, saltando y gritando: “¡Come, Godzilla! ¡¡¡Comeee!!!
Fernando, el loco, era, es, un entrañable compañero, un histórico de la redacción. La puta crisis nos lo arrebató como compañero hace un año, pero no como amigo fiel. Colchonero hasta la enfermedad (de ahí su cariñoso apodo), es el único periodista del mundo doctor en periodismo con una tesis sobre su Atlético de Madrid. Las noches de partido eran únicas con él. Era como un galo ebrio de poción mágica sitiado por romanos: irreductible. Tanto empeño le ponía en reírse del Madrid, que sólo conseguíamos que nos dejara en paz llamándole por teléfono a su cuartito de los teletipos, al que acudía veloz cada vez que sonaba. En cuanto respondía, le colgábamos. Y así, conseguíamos ver el partido tranquilos. Una vez lo hicimos tantas veces, que cuando terminó la primera parte, salió de su rinconcillo diciendo: "Joder, no paran de llamarme y no estoy viendo nada del partido". Querido locuelo, te echamos de menos...
En una semifinal del Madrid contra el Bayern de Munich estábamos sufriendo. El Bayern era un coloso y Oliver Khan lo estaba parando todo. El Madrid necesitaba otro gol. Casi al final del partido, un rechace cayó a los pies de Guti dentro del área. Un alemán enorme se abalanzó sobre él. Guti le soltó un codazo histórico en plena cara y, mientras el alemán caía como un árbol talado, su centro lo convirtió en gol alguien, creo que Morientes. Todos empezamos a saltar, excepto alguien que dijo: “¡Pero si le ha dado un codazo en la boca al alemán!” a lo que un encajabaja exaltado respondió: “¿Cómo entraron ellos en París? ¿Regateando?”
Fernando, el loco, era, es, un entrañable compañero, un histórico de la redacción. La puta crisis nos lo arrebató como compañero hace un año, pero no como amigo fiel. Colchonero hasta la enfermedad (de ahí su cariñoso apodo), es el único periodista del mundo doctor en periodismo con una tesis sobre su Atlético de Madrid. Las noches de partido eran únicas con él. Era como un galo ebrio de poción mágica sitiado por romanos: irreductible. Tanto empeño le ponía en reírse del Madrid, que sólo conseguíamos que nos dejara en paz llamándole por teléfono a su cuartito de los teletipos, al que acudía veloz cada vez que sonaba. En cuanto respondía, le colgábamos. Y así, conseguíamos ver el partido tranquilos. Una vez lo hicimos tantas veces, que cuando terminó la primera parte, salió de su rinconcillo diciendo: "Joder, no paran de llamarme y no estoy viendo nada del partido". Querido locuelo, te echamos de menos...
En una semifinal del Madrid contra el Bayern de Munich estábamos sufriendo. El Bayern era un coloso y Oliver Khan lo estaba parando todo. El Madrid necesitaba otro gol. Casi al final del partido, un rechace cayó a los pies de Guti dentro del área. Un alemán enorme se abalanzó sobre él. Guti le soltó un codazo histórico en plena cara y, mientras el alemán caía como un árbol talado, su centro lo convirtió en gol alguien, creo que Morientes. Todos empezamos a saltar, excepto alguien que dijo: “¡Pero si le ha dado un codazo en la boca al alemán!” a lo que un encajabaja exaltado respondió: “¿Cómo entraron ellos en París? ¿Regateando?”
Continuará...