No me lo podía creer. El profesor acababa de escribir la dirección de su domicilio particular en la pizarra y ahora leía los cinco primeros nombres de la lista de clase para que fuésemos a visitarlo "el próximo domingo. Si alguien no puede, se queda pendiente para otro día si quiere, y esta semana viene entonces el siguiente de la lista, ¿de acuerdo?". Estábamos en el primer año de la licenciatura de Periodismo de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense de Madrid —un edificio de hormigón en el que en verano pasábamos calor, mucho, y mucho frío en invierno, y sobre el que circulaba la leyenda urbana de que sus planos se habían concebido inicialmente para un centro penitenciario—, era el año 1990 e, incrédulo, volví la cabeza hacia mi compañero Alejandro: "¿esto es real?". Aquel insólito profesor que con el paso de las semanas se fue ganando nuestro respeto y admiración se había presentado antes, claro, escribiendo su nombre con tiza blanca sobre el encerado negro: Bernardino M. Hernando. Hasta ahora no he sabido a qué correspondía la M.
Bernardino me presentó unos años después, en 2001, a súper Mario García en un inolvidable curso de verano de la Universidad Complutense organizado por él sobre diseño periodístico. Estuvieron los mejores, Pérez de Rozas, Rodrigo... En un aparte junto a Bernardino, Mario García me enseñó en su Mac portátil de 17 pulgadas páginas que había diseñado para El País, tan buenas... que habían sido rechazadas. Nos contó el cubano norteamericano que nuestra profesión era así, que debíamos ser conscientes de que mucha gente con poder y con muchos menos conocimientos que nosotros juzgarían habitualmente nuestro trabajo y que alguno nos diría que no, a veces incluso por puro capricho. "Esto no me gusta", ya saben. Bernardino sonreía asintiendo a su lado con una copa de vino en la mano. Hacía mucho calor en El Escorial.
El texto que escribió Bernardino como apertura para aquel soberbio Curso de Verano fue probablemente lo más soberbio de todo el curso. Otro puñado de años más tarde, estamos ahora en 2008, le llamé para que lo publicase aquí, en encajabaja. Dudé durante unos días, incluso dudaba algo asustado mientras escuchaba el tono de llamada del teléfono cuando por fin me atreví a marcar su número. Pero cuando sonó su voz volví a sentirme igual de bien que aquella primera vez que se presentó en la clase y escribió su nombre en la pizarra y después escribió en la pizarra dónde estaba su casa para que fuésemos a visitarlo. Todos. Casi se ofendió, aunque entre risas, cuando le pregunté con timidez si se acordaba de mí, un antiguo alumno entre miles. Por supuesto, y por supuesto que accedió generosamente a que lo publicásemos, pero no con la boca pequeña de tantos y tantas veces, "ya te lo enviaré, cuenta conmigo para lo que sea..." y si te he visto no te acuerdas.
El artículo
El diseño como lenguaje se publicó en tres entregas en encajabaja (
El diseño como lenguaje I, II y
III) y no creo equivocarme al afirmar que se encuentra entre los textos más importantes de nuestro blog (somos muy afortunados por tener los amigos que tenemos, revisen la sección
Firmas en Caja Alta). La "excursión semántica", por ejemplo, de este artículo en torno al concepto de "diseño" es sencillamente an-to-ló-gi-ca. Amaba las palabras.
Y la tipografía. Me animó a contar en su clase cómo hacíamos el periódico desde el punto de vista formal cuando supo que yo entonces trabajaba ya en la sección de Producción del diario El Sol. Llevé algún tipómetro, maquetas, páginas... Unas clases en las que no había temario, libro o exámenes porque su altura intelectual no necesitaba de todo aquello y nos animaba a que tampoco tuviera que necesitarlo la nuestra, tan pequeña en relación a la suya. Había libros, recortes de periódicos —"la labor de toda mi vida"—, escribíamos para que tuviera algo con lo que poder evaluarnos y porque de escribir se trataban sus clases de Redacción Periodística. Y de leer.
Miles de libros. Naturalmente, fui a su casa aquella primera vez que me citó junto a los apellidos de la lista de clase contiguos al mío. Me quedé sobrecogido al caminar por el pasillo de entrada, supongo que como todo aquel que se adentraba por primera vez allí, ante la descomunal cantidad de libros que habían tomado por asalto aquella casa que no era precisamente pequeña, pero en cuyos tabiques no cabía ni un milímetro cuadrado más de papel. Había estanterías fabricadas a medida para cubrir todas y cada una de las paredes, hasta los techos, recorriendo como una plaga que se hubiese extendido de forma viral cada recoveco, todos los intersticios y las esquinas, por encima de las puertas y por encima y por debajo de las ventanas, rodeándolas. Y todos aquellas baldas de madera llenas de libros, en horizontal y en vertical, sin un solo hueco libre, sin un punto didot de respiro entre un lomo y el siguiente. Es como si todavía pudiese verlo, recordarme caminando asombrado por aquel estrecho pasillo estrechado aún más por las estanterías mientras miraba arriba y abajo, a un lado y al otro hasta llegar al enorme comedor en el que había muchísimos libros más.
—¿Has leído todos estos libros? —fue mi primera reacción, la estúpida y manida pregunta que estaría cansado de escuchar porque probablemente le hacía cualquiera que entrara en su casa por primera vez.
—No, hombre —me respondió a pesar de todo amable, con aquella sonrisa generosa que le achinaba algo la cara—, he leído muchos más. No he hecho otra cosa en toda mi vida.
Después de charlar con unas cervezas y aperitivos de por medio en el comedor, nos llevó a su archivo personal. Una pequeña habitación con estanterías metálicas llenas de carpetas azules, de las que se cierran con una goma, en las que recolectaba organizados recortes de prensa sobre artículos culturales. No podría calcular el número. Nos contó que cualquier periodista debería tener su archivo personal, que la fundación de un gran banco le había hecho una oferta económica, años atrás, para comprar sus millones de recortes de prensa a cambio de varios millones de pesetas. Una oferta rechazada porque "no me puedo desprender de la labor de toda mi vida". Sí se desprendió después de sus libros,
donándolos a la biblioteca del pueblo leonés en el que nació, biblioteca que ahora lleva su nombre.
No me lo podía creer. El lunes de esta semana —¿siempre los lunes?— me llegó un escueto guasap de Luis Blasco con un emoticono del que se escapa una lágrima junto a un enlace en el que la Asociación de la Prensa de Madrid, de la que fue su bibliotecario durante más de veinte años, anunciaba la muerte de Bernardino M. Hernando. Qué infinita tristeza porque aunque hacía mucho que no le veía, él era ese tipo de gente en la que piensas de vez en vez y por la que te dices a ti mismo que tengo que buscar una excusa para llamarle y hablar con él otra vez. Ya no va a ser posible. Qué absoluta tristeza e incredulidad, porque los hombres como él nunca mueren.
Bernardino M. Hernando (foto: APM).