Afrontémoslo. Es algo universal, y no sólo relativo a nuestra querida profesión. El ser humano anhela lo que no tiene e idealiza las cosas que considera fuera de su alcance. Y no se resigna a su anodina existencia. Al igual que los lunes de temporada o durante un mundial, todos tenemos el carné de entrenador, o en algún momento de nuestra vida aflora el taxista que todos (¡TODOS!) llevamos dentro, en un periódico no íbamos a ser menos. Porque, aceptémoslo, todos tenemos un maquetador en nuestro interior.
La cosa no deja de tener su trascendencia y bien mirado no tiene maldita la gracia. Da igual que seas fotero o redactor. Da igual que hagas gráficos, ilustraciones, o que seas el tipo que rellena la máquina de refrescos. Todos los que pasan por delante de una pantalla con el Quark abierto, opinan. No pueden evitarlo. A Ulises (el griego, no a nuestro intrépido ilustrador mexicano) le pasó algo parecido cuando empezaron a cantar las sirenas. Les entra algo por el cuerpo que crece y crece, como una llamarada. Y no se pueden aguantar. Y lo sueltan. Así a lo bobo, sin pensar. Y de pronto, sin saber muy bien de dónde, aparecen más personas, bajándose las gafas para mirar por encima de la montura, bizqueando con expresión de "espera que esto lo arreglo yo en un pis pas". Y se ponen a opinar, todos a la vez. ¿Cómo se distingue en tan lamentable montonera al pobre maquetador, diréis? Pues suele ser el que esconde la cara entre las manos, o el que se aprieta las cuencas de los ojos con el pulgar y el índice, no sabemos si para conseguir concentrarse entre tanto balido o si pretendiendo atravesarse el cráneo y detener así su estéril sufrimiento.
La cosa no deja de tener su trascendencia y bien mirado no tiene maldita la gracia. Da igual que seas fotero o redactor. Da igual que hagas gráficos, ilustraciones, o que seas el tipo que rellena la máquina de refrescos. Todos los que pasan por delante de una pantalla con el Quark abierto, opinan. No pueden evitarlo. A Ulises (el griego, no a nuestro intrépido ilustrador mexicano) le pasó algo parecido cuando empezaron a cantar las sirenas. Les entra algo por el cuerpo que crece y crece, como una llamarada. Y no se pueden aguantar. Y lo sueltan. Así a lo bobo, sin pensar. Y de pronto, sin saber muy bien de dónde, aparecen más personas, bajándose las gafas para mirar por encima de la montura, bizqueando con expresión de "espera que esto lo arreglo yo en un pis pas". Y se ponen a opinar, todos a la vez. ¿Cómo se distingue en tan lamentable montonera al pobre maquetador, diréis? Pues suele ser el que esconde la cara entre las manos, o el que se aprieta las cuencas de los ojos con el pulgar y el índice, no sabemos si para conseguir concentrarse entre tanto balido o si pretendiendo atravesarse el cráneo y detener así su estéril sufrimiento.
Opina, opina... no te cortes...
Resulta frustrante comprobar cómo se preocupa por el cromatismo de la página alguien por cuya capacidad para combinar su vestuario hubieras jurado que es daltónico, o aguantar que te discuta el corte de una foto alguien que llama a una foto horizontal "apaisajada". Es como cuando te subes a un barco, y de pronto todo el mundo habla de babor y estribor, de la proa y la quilla y el palo mayor y todo se vuelve náutico y fascinante. Pues es acercarse a un maqueta y de pronto ya no importa la información, sólo importa si la maqueta queda compensada, o de si está lo suficientemente equilibrada. ¿Compensada? ¿Equilibrada? ¿Hablamos de información o de tu tensión arterial? Porque, a ver, términos como equilibrio, compensación, o los blancos que flotan, o los usa alguien que está muy seguro de lo que dice o suenan a chorradas como pianos. O como diría el mismísimo Marshall McLuhan en la imprescindible Annie Hall suenan "a falacias en tu boca". Es más, reconozcámoslo, muchas veces nos agarramos a esos términos cuando ya no sabemos qué decir para que nos dejen un poquito en paz. Lo malo es que a fuerza de esgrimirlos, se lo han creído, y a lo tonto, hemos creado un monstruo, uno tonto que no se corta y opina de lo que no sabe.
A mí no se me ha ocurrido nunca presentarme en una sección y decirle a un redactor lo que tiene que poner en su título. Bueno, miento, llevo años haciéndolo con mis compañeros de deportes, intentando que puntúen con benevolencia a los jugadores de mi Betis en las fichas de los partidos. Nunca me han hecho caso. Y si ellos no lo han hecho, ¿por qué debería yo hacer lo propio con los demás? Porque no te pierdas la cara del redactor al que le dices que ese texto no se entiende o que ese título no es lo suficientemente informativo. La temperatura desciende en picado. El ruido de fondo se amortigua hasta que parece que sólo existís los dos en el mundo. Y muy serio y muy digno, te viene a decir más o menos que el que lo escribe es él. Ya, y el que lo leo soy yo. Y sigue sin entenderse...
Si estos delirios de grandeza ocurren en un periódico, donde la forma es más o menos poco flexible, en el mundo de los suplementos entramos de lleno en el campo del absurdo. Porque los suplementos conllevan un añadido estético (que ellos interpretan como licencia para el artisteo) al que no pueden resistirse. Los ves ahí, muy serios, explicándote que lo mejor es hacer la página como ellos dicen porque así todo va a tener más fuerza, mucho más impacto. A veces les respondes: "Dímelo otra vez sin reirte" para ver si de verdad van en serio o si han instalado una cámara oculta en la pared del fondo. De pronto, el periodismo visual les posee, y como si de un viaje astral fuera, se ven por primera vez a sí mismos desde fuera, y no conciben cómo podían ser tan grises antes y súbitamente todo son genialidades y grandes ideas. Y les ves venir por el pasillo con un puñado de fotos, con una extraña sonrisilla, apretando el paso, casi con un trote infantil, como el que ha tenido una idea genial y te la quiere contar rápido, no sea que de su sección a la tuya se le vaya a olvidar. Y temiéndote lo peor les explicas lo mejor que sabes que sí, que esto es un suplemento, pero no un Superhumor. Y que el arte, para los artistas, y los toros para los toreros. Y les explicas que tú no eres un artista, que eres un simple periodista que intenta informar ya sea en un periódico, en un suplemento, o donde te pongan, que para eso eres un profesional. Que artista es Ulises (nuestro intrépido ilustrador mexicano, no el griego), o Luis Parejo, intrépido también, ilustrador también y autor de la caricatura que encabeza nuestro blog, que ven el mundo a través de su propio prisma y les pagan para que compartan esa visión con nosotros. Pero que nosotros no. Que nosotros informamos. Que nosotros contamos las cosas como son, sin concesiones. A palo seco. Que somos periodistas. Aunque a muchos todavía les cueste creerlo.
A mí no se me ha ocurrido nunca presentarme en una sección y decirle a un redactor lo que tiene que poner en su título. Bueno, miento, llevo años haciéndolo con mis compañeros de deportes, intentando que puntúen con benevolencia a los jugadores de mi Betis en las fichas de los partidos. Nunca me han hecho caso. Y si ellos no lo han hecho, ¿por qué debería yo hacer lo propio con los demás? Porque no te pierdas la cara del redactor al que le dices que ese texto no se entiende o que ese título no es lo suficientemente informativo. La temperatura desciende en picado. El ruido de fondo se amortigua hasta que parece que sólo existís los dos en el mundo. Y muy serio y muy digno, te viene a decir más o menos que el que lo escribe es él. Ya, y el que lo leo soy yo. Y sigue sin entenderse...
Si estos delirios de grandeza ocurren en un periódico, donde la forma es más o menos poco flexible, en el mundo de los suplementos entramos de lleno en el campo del absurdo. Porque los suplementos conllevan un añadido estético (que ellos interpretan como licencia para el artisteo) al que no pueden resistirse. Los ves ahí, muy serios, explicándote que lo mejor es hacer la página como ellos dicen porque así todo va a tener más fuerza, mucho más impacto. A veces les respondes: "Dímelo otra vez sin reirte" para ver si de verdad van en serio o si han instalado una cámara oculta en la pared del fondo. De pronto, el periodismo visual les posee, y como si de un viaje astral fuera, se ven por primera vez a sí mismos desde fuera, y no conciben cómo podían ser tan grises antes y súbitamente todo son genialidades y grandes ideas. Y les ves venir por el pasillo con un puñado de fotos, con una extraña sonrisilla, apretando el paso, casi con un trote infantil, como el que ha tenido una idea genial y te la quiere contar rápido, no sea que de su sección a la tuya se le vaya a olvidar. Y temiéndote lo peor les explicas lo mejor que sabes que sí, que esto es un suplemento, pero no un Superhumor. Y que el arte, para los artistas, y los toros para los toreros. Y les explicas que tú no eres un artista, que eres un simple periodista que intenta informar ya sea en un periódico, en un suplemento, o donde te pongan, que para eso eres un profesional. Que artista es Ulises (nuestro intrépido ilustrador mexicano, no el griego), o Luis Parejo, intrépido también, ilustrador también y autor de la caricatura que encabeza nuestro blog, que ven el mundo a través de su propio prisma y les pagan para que compartan esa visión con nosotros. Pero que nosotros no. Que nosotros informamos. Que nosotros contamos las cosas como son, sin concesiones. A palo seco. Que somos periodistas. Aunque a muchos todavía les cueste creerlo.