Pero, ¿por qué me pregunta usted eso? ¿Es que tengo acaso cara de periodista? No, hombre, no. Una regla no escrita que la experiencia y algunos maestros nos han enseñado es que nosotros nunca diremos cuál es nuestra profesión. Y viene a cuento porque la semana pasada leíamos en el blog vecino de nuestro colega Borja Ventura las desventuras y, sobre todo, recelos que le había supuesto confesar su condición de "journalist". Tuvo suerte, Borja, tan sólo un cuestionario verbal algo más intenso de lo normal con el funcionario de aduanas de Zimbabwe y la inscripción en lo más alto de su hoja de inmigración de la palabra "journalist" (es un formulario sin ninguna casilla específica donde declarar cuál es tu profesión) para que así estuvieran al tanto del dato cuantos controlasen su viaje, en especial las autoridades. Mucha más suerte que nuestro querido Bernardino M. Hernando, maestro de periodistas a quien hemos mencionado ya y seguiremos haciéndolo, cuando en una de sus clases, para ilustrar su consejo de maestro de que nunca dijésemos que somos periodistas, nos contó un viaje suyo a un país del Este en cuya frontera estuvo horas retenido (no recuerdo si más de 24) cuando amablemente contestó que era periodista al amable funcionario que desde ese instante dejó de serlo. Viajaba sólo por placer, como turista, repetía sin éxito cada vez que su guardián pasaba por la habitación en la que esperaba a nada. Sus compañeros de viaje, primero esperaron, luego acordaron esperarlo en el país siguiente, o algo así.
Después de oír aquello he sido tipógrafo en Cuba, "¿tipógrafo?", repitió el funcionario levantando su vista hacia mí al mismo tiempo que la humedad del Caribe se me contagiaba por todo el cuerpo. "Sí", afirmé con la firmeza del cemento chino. Miró a continuación a mi hija, que entonces tenía 6 años. "¡Quítele los espejitos al niño!", volvió a espetar detrás de sus espejos oscuros. Y le quité las gafas de sol a la niña. "Niña, es una niña". Y pasamos dejándonos mi mujer y yo tres kilos en sudor en aquel control de hojalata del aeropuerto. He desempeñado varios oficios dentro de las Artes Gráficas cada vez que he salido del país, e incluso en su interior, y en Estados Unidos no recuerdo lo que pude balbucear en inglés macarrónico y asustado en aquel control de entrada del aeropuerto JFK de Nueva York. Aterrado estoy todavía al rememorar aquellas cabinas con una negra gigante repartiendo al personal de la cola al grito de "¡You!", mientras señalaba con un dedo donde debías pasar, pero estoy seguro, del todo seguro, de que dije lo que fuera menos "journalist".
Y es que si queremos acceder a cualquier lugar, por inocente que sea el sitio y nuestra intención, nunca, pero nunca, diremos que somos periodistas. Y nunca, pero absolutamente nunca, confesaremos nuestra condición laboral de apestados periodistas (gráficos, visuales, textuales o del corazón, les da igual amigo Borja) si viajamos por placer a cualquier lugar del mundo (si es profesional, enviados por un medio, es otro cantar), en especial a países alérgicos a las garantías legales. En esos países, repito, nunca seremos periodistas; en los otros, en aquellos países occidentales, democráticos y avanzados como el nuestro, o los Estados Unidos... tampoco.
Porque es un mito esa imagen de las películas en la que el héroe esgrime su condición de periodista y enseña un carnet como tal con el que se le abren puertas, todas. Es un mito porque a los periodistas, en realidad, no se les deja pasar a ninguna parte. Todos, absolutamente todos, amigos y enemigos, desconfían de nosotros. Habréis vivido, y si no os lo podrán confirmar, aquellos actos políticos, económicos, empresariales o del tipo que sea donde asisten periodistas invitados... a la última mesa, escondidos en el lugar más recóndito donde no podamos ver ni escuchar nada.
De aquí se deduce la segunda regla no escrita que nuestro admirado Bernardino nos enunció: nunca, pero nunca, debemos pararnos delante de un portero, ventanilla, vigilante jurado o elemento disuasorio controlador del tipo que sea, provisto o no de gorra, humano o mecánico, situado en una puerta de acceso a un lugar al que queramos entrar. Muy al contrario, seguiremos andando con paso seguro, muy seguro, incluso sirve un "buenos días" mientras seguimos avanzando, siempre avanzando sin detenernos a no ser que se empeñen de manera concienzuda. Entonces, quedará a nuestro ingenio la manera de sortearlo teniendo siempre presente que, a no ser que estemos citados o acreditados por un medio, seremos cualquier cosa, policías o ladrones, cualquier cosa menos periodistas.
Después de oír aquello he sido tipógrafo en Cuba, "¿tipógrafo?", repitió el funcionario levantando su vista hacia mí al mismo tiempo que la humedad del Caribe se me contagiaba por todo el cuerpo. "Sí", afirmé con la firmeza del cemento chino. Miró a continuación a mi hija, que entonces tenía 6 años. "¡Quítele los espejitos al niño!", volvió a espetar detrás de sus espejos oscuros. Y le quité las gafas de sol a la niña. "Niña, es una niña". Y pasamos dejándonos mi mujer y yo tres kilos en sudor en aquel control de hojalata del aeropuerto. He desempeñado varios oficios dentro de las Artes Gráficas cada vez que he salido del país, e incluso en su interior, y en Estados Unidos no recuerdo lo que pude balbucear en inglés macarrónico y asustado en aquel control de entrada del aeropuerto JFK de Nueva York. Aterrado estoy todavía al rememorar aquellas cabinas con una negra gigante repartiendo al personal de la cola al grito de "¡You!", mientras señalaba con un dedo donde debías pasar, pero estoy seguro, del todo seguro, de que dije lo que fuera menos "journalist".
Y es que si queremos acceder a cualquier lugar, por inocente que sea el sitio y nuestra intención, nunca, pero nunca, diremos que somos periodistas. Y nunca, pero absolutamente nunca, confesaremos nuestra condición laboral de apestados periodistas (gráficos, visuales, textuales o del corazón, les da igual amigo Borja) si viajamos por placer a cualquier lugar del mundo (si es profesional, enviados por un medio, es otro cantar), en especial a países alérgicos a las garantías legales. En esos países, repito, nunca seremos periodistas; en los otros, en aquellos países occidentales, democráticos y avanzados como el nuestro, o los Estados Unidos... tampoco.
Porque es un mito esa imagen de las películas en la que el héroe esgrime su condición de periodista y enseña un carnet como tal con el que se le abren puertas, todas. Es un mito porque a los periodistas, en realidad, no se les deja pasar a ninguna parte. Todos, absolutamente todos, amigos y enemigos, desconfían de nosotros. Habréis vivido, y si no os lo podrán confirmar, aquellos actos políticos, económicos, empresariales o del tipo que sea donde asisten periodistas invitados... a la última mesa, escondidos en el lugar más recóndito donde no podamos ver ni escuchar nada.
De aquí se deduce la segunda regla no escrita que nuestro admirado Bernardino nos enunció: nunca, pero nunca, debemos pararnos delante de un portero, ventanilla, vigilante jurado o elemento disuasorio controlador del tipo que sea, provisto o no de gorra, humano o mecánico, situado en una puerta de acceso a un lugar al que queramos entrar. Muy al contrario, seguiremos andando con paso seguro, muy seguro, incluso sirve un "buenos días" mientras seguimos avanzando, siempre avanzando sin detenernos a no ser que se empeñen de manera concienzuda. Entonces, quedará a nuestro ingenio la manera de sortearlo teniendo siempre presente que, a no ser que estemos citados o acreditados por un medio, seremos cualquier cosa, policías o ladrones, cualquier cosa menos periodistas.